LOS ABRAZOS

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Por Manuel Molina

Se oían por los rincones como cánticos de esperanza al  tiempo perdido. Entre el  ajetreo se buscaban con brillo en los ojos y sonrisas de la misma intensidad que el cereal en el mes de mayo. A la altura de letreros de hierro forjado la máquina frenaba para retrasar las manillas del reloj que hace más de un año se detuvieron sin avisar. Al fondo un joven pulsaba el botón verde con ansia, temblando al ver la mirada atenta al otro lado de la ventanilla. Al abrirse las puertas una mujer de manos redondas lo agarró con suavidad del cuello estrechándolo hacia su pecho. Cerca de la línea de precaución se fundieron entre brazos desesperados chocando las máscaras azules como si simplemente, con rozarlas,  pudieran diluirse hasta verse las mejillas. Las bolsas y utensilios quedaron desperdigas por el suelo mientras el motor iniciaba su marcha al siguiente destino.

La tarde brillaba presagiando el verano que todos anhelamos, y los cables de la luz, a gran velocidad,  dibujaban un olaje entre los viñedos.  En un solitario asiento a las seis y media de la tarde atravesaba los campos amarillos sin ser capaz de leer más de dos páginas seguidas. En el vagón los suspiros se sucedían con la sensación de que nunca el trayecto se hizo tan largo. La gente apoyaba su frente contra el cristal y por una vez en mucho tiempo no se hacía caso al teléfono si no era para anunciar la inminente llegada. Una señora de cabello blanco y blusa granate viajaba con las manos descansando sobre el bastón sin apenas moverse.

Entre las piernas guardaba una bolsa de tela que olía a tardes de merienda, alberca y bicicleta. A pocos asientos una pareja de niños no cesaba de repetir el nombre de sus abuelos, enumerando  la cuenta de todos los lugares que le habían prometido visitar. La madre con los ojos estrechos cubiertos por el cabello les acariciaba intentando calmar su impaciencia. El revisor, que recorría los pasillos preguntando destinos se detuvo por sorpresa con un  caballero de bigote y maletín para hablarle sobre la vuelta del bullicio. Con varios botones de la camisa desabrochados relataba los días de soledad y viajes fantasmas. No cesaba de mirar el puñado de monedas para describir la angustia en los andenes cubiertos de sombras y los bancos ausentes de viajeros. Bastó una mirada larga para que cada uno volviera a su quehacer, el del bigote a mirar papeles de su maletín y el revisor a continuar su camino por las butacas.

Cuando la voz mecánica de megafonía anunció la última estación todos nos pusimos en pie antes de tiempo. Las zancadas eran ágiles sorteando los grupos de transeúntes que divagaban por el andén mientras los pasajeros se dirigían hacia  las escaleras de salida. Se podía escuchar los cuerpos chocar, era como si dentro de un propio universo las estrellas gemelas entraran en la misma órbita hasta fundirse en una inmensa explosión. Nada escuece tanto hasta que se pierde, y aquellos abrazos eran la tirita de meses ahogados por un enemigo minúsculo y común. Los abrazos se quedaban mezclados  y el plástico de las maletas golpeaba las baldosas marrones de la estación. Un Sol bajo  entraba por los cristales de las puertas automáticas mientras las rejas de los comercios aún permanecían cerradas.  Al salir a la calle de nuevo la luz y el ruido de la gran ciudad.

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