DESPEDIDA AL BORDE DEL MAR

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José Pozuelo

En un islote de Oceanía, un islote mezquino, pedregoso, dos náufragos caminan por la playa, como cormoranes heridos. Cada hombre arrastra, mediante fierros de dos brazas amarrados a su cuerpo, una casa. Penosamente se sientan de cara al mar y uno suelta:

            -Si tuviera una fábrica, sería de nubes.

            Han ideado este salvoconducto para lo conocido hasta el tedio, asaltándose desde lo recóndito de su imaginario. Para herir al tiempo en su carne, desatinos, temeridades y despropósitos. Responde el otro:

            -Si fuera una caracola, sería de vidrio, porque es transparente, como Dios, y se me verían por dentro las carnes.

            -Ya estamos… deja a tu Dios tranquilo, hombre.

            -¡Pensé que valía todo en el juego, zelota empedernido!, en fin, toma esta otra, que estoy animado. Si fuera un fruto seco, me gustaría ser una de esas almendras que salen dobles, para tener compañía en nuestra cáscara.

            -¡Esa clase de compañía es imposible, menudo disparate, nosotros lo sabemos mejor que nadie! Además… si yo fuera la otra almendra, no te aguantaría.

            Ríen ambos. Una gaviota les mira… es la señal. El ateo da otro lance a la desesperada; presiente cuál es el final:

            -Si fuera un descubrimiento, sería el fuego, y todas las polillas vendrían a mí; querrán estar tan cerca del fuego que serán fuego también. Y si fuera rico… ¡Mataría a todas las gaviotas!

            Su compañero creyente acoge el chascarrillo con una sonrisa falsa. Se acabó el juego. Se pone en pie, se deshace de sus cadenas y mientras pone rumbo al horizonte caminando hacia atrás, susurra a su único amigo, al único otro de su especie:

            -Te dejo aquí amarrado el resto de mi vida.

            Antes de que toque el agua, cientos de gaviotas se lanzan a devorarlo a picotazos. El ateo no es capaz de nada, instintivamente se mete en la casa y cierra de un portazo. No saldrá hasta que suba la marea.  Es arrasado por la sensación certera de que la soledad es lo que le da nombre ahora más que nunca, de que por mucho que quiera, no tendrá una fábrica de nubes, no será pastorcillo del belén viviente, no será tan alto como la luna y siempre pagan justos por pescadores. Su liberador juego le traiciona, nadie se merece sólo las ganas… en la casa que lleva, sus demonios viajan con él sin responderle. Oye gritos fuera; parece que todas las gaviotas se ríen de él. Tiene la sensación de caer…

            Una ola despierta al cangrejo que soñaba que no es ermitaño. Durante unos instantes aún tiene la sensación de caer… una gaviota le mira… Se sacude y se deja tragar por las aguas pioneras que cubren su refugio de las fantasías de crustáceo de cuarta fila (pues lo que arrastra no es sino una lata a medio oxidar que le sirve de chabola). Una anémona le oye murmurar:

            -Si fuera un disparate… sería amor.

            Eso decía su amigo, con el que soñaba. La espuma le ha despertado de la despedida que no tuvieron, ayer se lo comieron las gaviotas… El ateo, el cangrejo más ermitaño que nunca, es el único que va a rezar por él. Quizá algún día sea tenga el valor de ocupar la concha que quedó varada, de hacer de ella una de esas almendras que salen dobles, con el estruendo del recuerdo… Quizá al ponerse la concha en la oreja no oiga el mar, sólo el eco de dos risas que se pierden juntas. Quizá (seguro) dibuje con su pinza una cruz en el interior del nácar, para echar de menos todo, menos sus discusiones…

      

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